domingo, 24 de abril de 2011

Fahrenheit 451


Tuve una novia que utilizaba mis libros como posavasos para no ensuciar la mesita de noche. Ella argumentaba que muchos de los libros eran de bolsillo, a lo que yo respondía que su mesita de noche no valía mucho más (la compramos en un Ikea cualquiera). Al final llegamos a un acuerdo y ella me convenció de que el mueblecito no era un simple trozo de madera y yo de que mis libros no eran unos cuantos papeles encuadernados. Le dije que en ellos estaba la razón de nuestra existencia o el origen de las más variadas historias que la imaginación es capaz de crear, como aquella del mundo al revés, con bomberos dedicados a provocar fuegos, a quemar libros, y arrastrarlos hasta la temperatura a la que arde el papel: Fahrenheit 451.

Aún no se queman los libros como en esa historia de Ray Bradbury, sino todo lo contrario: coches. Algunos dicen sin embargo que arde París. Se equivocan: arde lo que desde un principio se consolidó como el perfecto ejemplo de lo que muchos llaman bienestar social, y que no es más que el triunfo del capitalismo con la famosa edad de oro, finalizadas las guerras mundiales y comenzado el reinado de los dictadores del todo va bien –décadas después un tipo no paraba de utilizar esa frase con respecto a España–. Y todos, desde hace medio siglo, no paran de vendernos el bienestar con cientos de anuncios grabados en nuestro subconsciente –especialmente trozos de metal con cuatro ruedas y toneladas de petróleo como alimento vital–. Pero lo que estos dictadores no saben es que el bienestar llegará cuando todo el mundo tenga un ejemplar de Bradbury en su casa, a ser posible acompañado de otros autores, de cientos de ellos.

Ya sé que es utópico, y la prueba está en que las casas de esos pirómanos franceses –y en la de cualquier ejecutivo de una empresa de petróleo o automóviles– se prefiere tener un trasto de cuatro ruedas a unos cuantos libros. Estos inadaptados del capitalismo deberían haber leído algo más, alguna cosa que les indicara que si hay que quemar coches, éstos deberán estar aparcados en los Champs Elysees y no en los guetos de cualquier gran ciudad, donde duermen tus vecinos, los ilusos que se mueren por creer que todo va bien, aunque sea mentira, aunque sus ahorros de cuatro ruedas sean cenizas en unos minutos, como los libros: pronto les tocará su turno y entonces desearé haberlos camuflados como simples posavasos.

Publicado en La Opinión de Tenerife, 16 de noviembre de 2005

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