domingo, 24 de abril de 2011

budapest / head towards the dawn


No existe un lugar tan idílico para verter lágrimas como las ciudades inglesas y escocesas. Un poco extraño cuando en esas tierras lo único que hay es lluvia. La razón de esta tendencia a empañar los ojos podría explicarse en una hipótesis nada científica: la culpa la tiene el pop, que con su insistente apuesta por la melancolía sólo consigue atraer la lluvia día tras día, como si el sol fuera un invitado no deseado que se aparece de vez en cuando para recordar al mundo que hay sonidos más alegres. Lo más probable, sin embargo, es que sea al revés, que sea el eterno paisaje gris y su inseparable lluvia la que provoque unos estados anímicos propicios para el pop. ¿Y Budapest? Pues además de ser la capital de Hungría, es un grupo de Coventry. Desconozco la cantidad de lluvia que recibe esa ciudad, pero deduzco que mucha. Me basta con escuchar el nuevo disco, repleto de historias de amores y desamores –sigo sin saber dónde está la frontera entre ambos– de deseos, sueños y perpetuas dudas que convierten cada canción en un lamento de lágrimas que suenan al pop que nunca suena cuando sale el sol.

Reseña  publicada en La Opinón de Tenerife

Fahrenheit 451


Tuve una novia que utilizaba mis libros como posavasos para no ensuciar la mesita de noche. Ella argumentaba que muchos de los libros eran de bolsillo, a lo que yo respondía que su mesita de noche no valía mucho más (la compramos en un Ikea cualquiera). Al final llegamos a un acuerdo y ella me convenció de que el mueblecito no era un simple trozo de madera y yo de que mis libros no eran unos cuantos papeles encuadernados. Le dije que en ellos estaba la razón de nuestra existencia o el origen de las más variadas historias que la imaginación es capaz de crear, como aquella del mundo al revés, con bomberos dedicados a provocar fuegos, a quemar libros, y arrastrarlos hasta la temperatura a la que arde el papel: Fahrenheit 451.

Aún no se queman los libros como en esa historia de Ray Bradbury, sino todo lo contrario: coches. Algunos dicen sin embargo que arde París. Se equivocan: arde lo que desde un principio se consolidó como el perfecto ejemplo de lo que muchos llaman bienestar social, y que no es más que el triunfo del capitalismo con la famosa edad de oro, finalizadas las guerras mundiales y comenzado el reinado de los dictadores del todo va bien –décadas después un tipo no paraba de utilizar esa frase con respecto a España–. Y todos, desde hace medio siglo, no paran de vendernos el bienestar con cientos de anuncios grabados en nuestro subconsciente –especialmente trozos de metal con cuatro ruedas y toneladas de petróleo como alimento vital–. Pero lo que estos dictadores no saben es que el bienestar llegará cuando todo el mundo tenga un ejemplar de Bradbury en su casa, a ser posible acompañado de otros autores, de cientos de ellos.

Ya sé que es utópico, y la prueba está en que las casas de esos pirómanos franceses –y en la de cualquier ejecutivo de una empresa de petróleo o automóviles– se prefiere tener un trasto de cuatro ruedas a unos cuantos libros. Estos inadaptados del capitalismo deberían haber leído algo más, alguna cosa que les indicara que si hay que quemar coches, éstos deberán estar aparcados en los Champs Elysees y no en los guetos de cualquier gran ciudad, donde duermen tus vecinos, los ilusos que se mueren por creer que todo va bien, aunque sea mentira, aunque sus ahorros de cuatro ruedas sean cenizas en unos minutos, como los libros: pronto les tocará su turno y entonces desearé haberlos camuflados como simples posavasos.

Publicado en La Opinión de Tenerife, 16 de noviembre de 2005

miércoles, 2 de febrero de 2011

año cero... de nuevo

Todo parece como aquel libro de Paul Auster, en el que uno aterriza en el país de las últimas cosas y se encuentra rodeado de gente que vive con la certidumbre de que algo va a cambiar su existencia en cualquier momento, pero nadie es capaz de ponerle una fecha a ese cambio, ni siquiera es posible predecir con exactitud en qué va a consistir la nueva era. Pero es real, no es un simple presentimiento, es la certeza de que algo llega a su fin y de que, repentinamente, todo comenzará de cero.

Y aunque no lo parezca, aún hay gente que está convencida de que el principio y el final de todo están marcados inexorablemente por el nacimiento y la muerte. Se equivocan: siempre hay un momento en el que todo comienza otra vez, en el que abres los ojos y descubres que nada es como antes, como si alguien hubiera arrancado las páginas de tu álbum de fotos y tuvieras que comprar uno nuevo, todavía en blanco, y volver a ponerte delante de las cámaras, para demostrar al mundo que tienes una vida y que aunque te hubieras desprendido de la anterior aún sigues dispuesto a llegar lejos, muy lejos, pero empezando de cero.

La paradoja de lo nuevo es que ilusiona y aterra a partes iguales. Comenzar otra vez, desde la nada, da miedo, pero es parte del ciclo vital, y por doloroso que pueda ser pocas cosas te dan más satisfacción que sentirte capaz de construir tu vida nuevamente: nuevas personas, nuevas ciudades, nuevos deseos y nuevas fotos apiñadas en un álbum aún vacío. No se trata de huir, al menos no como fin de tus actos. Se trata simplemente de abandonar la seguridad en la que te has instalado plácidamente para embarcarte en un proyecto del que es imposible saber si algún día llegará a su fin.

Y Nueva York también empezó de cero, un día, y hasta tuvo su zona cero. Obviamente me refiero al 11 de septiembre de 2001. Fue la fecha que más ha marcado la historia de esa ciudad, junto a aquel día a principios del siglo XVII en que unos holandeses compraron a los indios delaware la isla de Manhattan por sesenta florines.

Lo ideal hubiera sido que, tras la caída de las torres, la ciudad cimentara su nuevo crecimiento abandonando su prepotencia mundial y desterrándose para siempre del vínculo que tiene con el resto de los Estados Unidos. ¡Bienvenidos a la República de Nueva York! Lo dijo Auster, un día, esta vez en una entrevista, nada de ficción: debería ser una república, no tenemos que pertenecer a este país.

Pero no existe. Por más que uno rebusque en el mapa no encontrará esa república. Encontrará una ciudad llamada Nueva York, repartida entre varias islas y el continente, y sujeta, eternamente, a un país llamado Estados Unidos de América.

Introducción de República de Nueva York (año cero). 2005